por Macarena Soler, abogada especialista en medioambiente, fundadora de Geute Conservación Sur
Hace un siglo la migración campo-ciudad en Chile era el resultado de la desigualdad y la pobreza. En esos años la mitad de los chilenos eran campesinos, es decir los abuelos y bisabuelos de muchos de nosotros. Y somos muchos de nosotros, un par de generaciones más tarde, los que queremos volver.
Ciudades colapsadas, violencia, estrés, contaminación, hacinamiento, cambio climático, las experiencias derivadas de la pandemia de Covid 19, así como la posibilidad de trabajar desde casa, entre otros factores, han llevado a la convicción de que en las zonas rurales la calidad de vida será mejor. Así lo recuerdan nuestras historias familiares y así lo dice nuestra propia experiencia de 15 días de vacaciones al año entre montañas, lagos, playas, o bosques.
Todos los estudios ratifican esta intuición. La felicidad, longevidad y la salud están íntimamente asociadas, entre otros factores, al contacto estrecho y permanente con la naturaleza, a la alimentación saludable, y a la vida en comunidad, la cual genera un sólido tejido de contención y de apoyo recíproco. La felicidad es una meta humana fundamental, algo que pese a ser obvio, ha sido relegado por la religión económica globalizada, que acopla el crecimiento al desarrollo.
Bután introdujo en los años 70 el “Índice Nacional Bruto de Felicidad”, para determinar el bienestar y el progreso de un país en oposición al Producto Interno Bruto (PIB). Fue este mismo país el que inspiró a las Naciones Unidas a reconocer una resolución llamada «Felicidad: Hacia un enfoque holístico del desarrollo», llamándonos a repensar nuestro sistema de mercado hacia uno que apunte a una integración más armónica entre nuestras necesidades y la naturaleza, poniendo al ser humano y a su felicidad al centro del debate.
Desde el año 2013 la ONU realiza el Informe Mundial de la Felicidad (WHR), donde se miden variables como esperanza de vida saludable, apoyo social en tiempos de problemas, poca corrupción y alta confianza social, generosidad en una comunidad donde las personas se cuidan entre sí, y libertad para tomar decisiones clave en la vida.
Lo interesante, según estos informes, es que las sociedades más felices, son más resilientes económicamente y tienen mejores índices de PIB per cápita. Además, en tiempos de crisis, como la pandemia o una recesión económica, buscan y encuentran formas cooperativas de trabajo para para reparar el daño y reconstruir mejores vidas.
Lamentablemente, llevamos décadas en una única dirección, reemplazando nuestras tradiciones por lo extranjero, lo moderno y la moda; la agricultura por la agroindustria; lo rural por lo urbano; lo duradero por lo desechable. Una lista infinita de imposiciones culturales que nos convierten en una sociedad mono pensante. Tan mono pensante que el disidente arriesga el descrédito y “la funa”.
En contrapartida, pareciera que “volver” es la verdadera vanguardia. Muchos estamos recordando nuestros orígenes en todo ámbito, como tomarse el tiempo para cocinar, en vez de optar por la comida rápida o la envasada. Cultivar la propia comida o comprar al productor local, en vez de optar por las grandes cadenas de supermercados. Explorar y hacer ecoturismo, en vez de preferir los resorts y los viajes full day. Estamos optando por una vida más simple y sana, por tiempo libre, vida familiar, y, en muchos casos, por regresar al campo.
La migración inversa, de la ciudad al campo, no es un proceso malo en sí mismo. No obstante, a nadie le cabe duda de que es una necesidad urgente ordenar la ocupación del territorio rural, regular el mercado inmobiliario y generar certezas de que, en un marco de igualdad ante la ley, protejan el medio ambiente y a las comunidades rurales.
Actualmente, el 83% del territorio chileno se considera rural, pero cerca del 90% de los chilenos vive en ciudades. Nuestro territorio alberga un sinfín de oportunidades para esta nueva generación rural: un desarrollo integral, es decir espiritual, material y comunitario; revitalizar nuestra cultura e identidad; o hacernos partícipes de la conservación de la biodiversidad, siendo activos en la tarea de restaurar los ecosistemas que hemos degradado y apostar también por una bioeconomía. Hoy, además, existen múltiples posibilidades tecnológicas para habitar en armonía con la naturaleza, minimizando nuestros impactos y produciendo de manera regenerativa.
Regresar al campo para muchos es una necesidad, una que seguirá creciendo. El verdadero desafío es dar espacio a estas legítimas decisiones de vida, reconociendo además sus enormes y beneficiosas posibilidades.